El Desván (comentario)
El Desván (comentario)

El Desván (comentario)

Queridos muñecos:

Al mismo tiempo que me procuráis alguna satisfacción, no es menos cierto que, también, y en proporción desequilibrada, suponéis una preocupación casi constante.

Os ruego mesura. Discreción. Haced un esfuerzo por comprender el papel que jugáis en el mundo real, precisamente en el que no os corresponde vivir. Recuperad la modestia. No invadáis la vida, como si fuera vuestra o alguna vez lo hubiera sido.

Una rama, un encuentro casual entre cualquier objeto, quizá un abanico, y un trozo de paisaje podría ser el origen de vuestra existencia. Recordadlo y, por tanto, recuperad la memoria de la humildad.

Antes de que la luz os diera la vida, todo era nada. Ni siquiera existía el negro, ese fondo sobre el que transcurre vuestra existencia, pues la luz todavía no iluminaba, no era luz. Los despertadores esperaban que alguien los despertara, pues el tiempo estaba por comenzar.

Ni el silencio, ni, por supuesto, la nostalgia, nada existía.

El recuerdo de algo que no sucedió nunca explicaría vuestra azarosa irrupción en lo que a partir de ese momento empezó a ser mundo.

Qué gran responsabilidad cambiar nada por algo. Qué gran irresponsabilidad.

Era cuestión de tiempo, esa bomba de relojería, que las consecuencias entraran en conflicto con los actos y reclamaran esa parte de lo que llaman todo, cuando deberíamos saber que no es precisamente lo contrario de nada, sino solamente una parte pequeña, ridícula.

Vuestras reclamaciones no toman en cuenta que cambiasteis vuestra nada por cuentas de colores. Que vuestra felicidad no es otra cosa que el intento inútil de anestesiar el silencio, ese monstruoso dolor que procreasteis. Esa rémora cada vez más exigente, pegadiza como la sombra de la que no nos podemos desprender sino durante las pocas horas de descanso que nos concede la noche.

Ya es tarde para el remedio, pero debo decirlo: todo era precisamente nada. Esa que regalasteis, inconscientes y suicidas.

No os pido que déis la espalda a lo que ya no tiene solución, sino que conviváis con ello. Tampoco os llamo a la heroicidad, sino a la valentía de la modestia a la que vuelvo a apelar, y, pues no existe remedio, reproduciros y vivid.

Apelo a mi buen sentido para no hacer distinciones entre vosotros. No hablaré de unos más que de otros. Es más, no me referiré nunca a ninguno en particular, pues todos compartís una sola materia y en todos quiero imaginar el mismo ánimo.

Pero en algunos sospecho locura y a ella quiero referirme.

Adivino relajación, un cierto dejarse llevar por la corriente cotidiana, por ese engañoso bienestar que encontramos en la repetición moderadamente placentera de la costumbre de vivir, como si la vida ya estuviera hecha, olvidando lo que nos enseñan los ríos, siempre renovados. Así, parece, delegáis el esfuerzo mayor, y único, de vuestra existencia en quien la decidió, dándola por definitiva y fatal.

Os precipitáis indolentes al mullido infierno de las convicciones, al confortable destierro de los principios adquiridos a precio de ganga. Os extrañáis y acusáis al otro de extraño, pero yo os acuso de renunciar a la vida en legítima defensa.

Recordad que fuisteis concebidos por la duda.

Huid, por tanto, de la fe, de ese fuego hipnotizador, insaciable, al que acuden alegremente renovadas generaciones de suicidas inconscientes. Que vuestro asesinato no sea perfecto. Desordenad el escenario en el que encuentren vuestro cadáver. Evidenciad resistencia. Dejad al menos una huella de inquietud en vuestros asesinos. Parece poco, pero ese solo objetivo justificaría una vida; no olvidéis que lo contrario, además, os convierte en cómplices sin sentido.

Recordad, pues no sólo en el vuestro sino que en todos los mundos lo olvidamos, que el enemigo más poderoso al que nos enfrentamos es, precisamente, lo que no existe. Los que creemos nuestros aliados no son tales, y confiamos a ellos hasta el mapa de los atajos que conducirán a nuestra derrota. No os dejéis deslumbrar por fantásticas montañas de bagatelas ni olvidéis que todos los tesoros son pequeños.

Que nadie se sienta molesto por ser tratado desde una cierta superioridad, que, en este caso, considero justificada. Debéis saber que el trato con vosotros tiene también para mí un alto precio. Me convertís en el responsable de vuestros despropósitos, en el viejo que sabe. Creedme si os digo que en un mundo que ha renunciado al futuro, el paso del tiempo no es para el hombre lo que fue para el diamante saber que lo era, sino aquello que puede sentir un objeto abandonado, alimento del óxido, que vive a un lado del camino.

Aprovechad vuestra oportunidad. Sólo vosotros, que no vivís detrás de vuestros ojos, podéis mirar a la cara al Universo.